Este domingo la Iglesia celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor. El Evangelio que se nos proclama es de San Mateo (28, 16-20), en el que se narra como los discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado, y ahí lo escucharon decir que todo poder le ha sido dado en el cielo y la tierra, antes de enviarlos a bautizar a todos “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, con la promesa de estar con ellos “todos los días, hasta el fin del mundo”.
En realidad, los Evangelios hablan poco de la Ascensión: Mateo y Juan terminan el relato con las apariciones de Jesús después de la Resurrección. Marcos le dedica la última frase del texto, mientras Lucas le da más amplitud, especialmente en los Hechos de los Apóstoles. Aquí precisa que cuarenta días después de la Pascua -un número muy simbólico en toda la Biblia- Jesús conduce a los apóstoles a Betania y una vez que llega al Monte de los Olivos (también llamado Monte de la Ascensión) los bendice y les habla antes de subir al cielo y regresar al Padre. En este discurso Jesús confirma la promesa de la venida del Espíritu que no los dejará solos y anuncia su segunda venida, al final de los tiempos.
La celebración de la Ascensión tiene orígenes ancestrales, tal como lo demuestra Eusebio de Cesarea y se ve influenciada por la tradición judía, por ejemplo, en la imagen de la “ascensión” a Dios, no sólo física –si bien las catedrales y los monasterios se sitúan a menudo en posiciones elevadas– sino también espiritual, entendida como purificación y recogimiento para escuchar la Palabra.
Inicialmente se celebraba en Belén precisamente para subrayar que desde allí todo había comenzado, y constituía una unidad con la fiesta de Pentecostés, celebrada la tarde del mismo día, pero de la que ya se había separado entre los siglos V y VI, como lo demostraron San Juan Crisóstomo y San Agustín, quienes a la Ascensión dedicaron homilías enteras.
Esta solemnidad es una de las más importantes celebraciones de la Pascua, inmediatamente anterior al día de Pentecostés. ¿Qué nos enseña?
El P. Mariano de Blas LC, un sacerdote español de los Legionarios de Cristo, formador y misionero en México por muchos años, escribió hace algún tiempo un artículo en el que reflexiona sobre la Ascensión del Señor.
Recuerda que al ascender al cielo Jesús no pensaba sólo en su triunfo; pues quería que todos subieran con Él a la patria eterna.
“Ascensión clava nuestra esperanza de forma inviolada en nuestra propia felicidad eterna. Así como Jesús, Hijo de Dios, de José y María, ha subido con su cuerpo eternizado a la patria de los justos, así el mío y el de mis hermanos, el de todos los fieles que se esfuercen, subirá para nunca bajar, para quedarse para siempre allí”.
La Ascensión, agrega además, es un subir, es un superarse de continuo, un no resignarse al muladar. “Subir, siempre subir; querer ser otro, distinto, mejor; mejor en lo humano, mejor en lo intelectual y en lo espiritual. Cuando uno se para, se enferma; cuando uno se para definitivamente, ha comenzado a morir. Se impone la lucha diaria, la tenaz conquista de una meta tras otra, hasta alcanzar la última, la añorada cima de ser santo”
“El cielo es mío, el cielo es tuyo. ¿Subimos o nos quedamos? Dios creó al hombre, a ti y a mí, para que, al final, viviéramos eternamente felices en la gloria. Si te salvas, Dios consigue su plan, y tú logras tu sueño. Entonces habrá valido la pena vivir…”, anima el Padre Mariano.