En la liturgia de hoy nos trasladamos a través del tiempo en una procesión gloriosa; desde antes que la tierra y el cielo estuvieran en su sitio, hasta la venida del Espíritu sobre la nueva creación: la Iglesia.
Empezamos en el corazón de la Trinidad, como escuchamos en el testimonio de la Sabiduría en la primera lectura de este día. Engendrado eternamente, el Unigénito de Dios se procede dinámicamente desde la eternidad en el deleite amoroso del Padre.
Por medio de Él se colocaron los cielos y se fijaron los cimientos de la tierra. Desde antes del principio, Él estaba con el Padre y era su “Artesano”, aquel por quien todo fue hecho. Y tuvo un deleite especial, nos dice, con la coronación gloriosa de su obra divina: la raza humana, los “hijos de los hombres”.
En el salmo de hoy, Él desciende desde el cielo, es hecho poco inferior a los ángeles y viene en medio de nosotros como el “Hijo del Hombre” (cfr. Hb 2,6–10).
Todas las cosas son puestas bajo sus pies, de modo que Él puede restaurar para la humanidad la gloria a la que estaba destinada desde el principio, la misma que perdió con el pecado. Él experimentó la muerte para que pudiéramos ser levantados a la vida en la Trinidad, para que su nombre fuera glorificado en toda la tierra.
Mediante el Hijo, hemos ganado la gracia y el libre acceso al Padre en el Espíritu, como Pablo alardea en la epístola de hoy (cfr. Ef 2,18). El Espíritu, el Amor de Dios, ha sido derramado en nuestros corazones. Es un Espíritu de adopción que nos hace, una vez más, hijos del Padre (cfr. Rm 8,14–16).
Ese es el Espíritu que Jesús promete en el Evangelio de este día.
Su Espíritu nos viene como don divino y unción (cfr. 1 Jn 2,27) para guiarnos a toda la verdad; para mostrarnos “las cosas que han de venir” (aquellas destinadas a ser desde antes de todos los siglos): para que encontremos paz y unión en Dios, que compartamos la vida de la Trinidad, y vivamos en Dios como Él en nosotros (cfr. Jn 14,23; 17,21).