“Espíritu Santo” es el nombre propio de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, a quien también adoramos y glorificamos, junto con el Padre y el Hijo. Pero Jesús lo nombra de diferentes maneras:
EL PARÁCLITO: Palabra del griego “parakletos”, que literalmente significa “aquel que es invocado”, es por tanto el abogado, el mediador, el defensor, el consolador. Jesús nos presenta al Espíritu Santo diciendo: “El Padre os dará otro Paráclito” (Jn 14,16). El abogado defensor es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido a sus pecados, los defiende del castigo merecido, los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es lo que ha realizado Cristo, y el Espíritu Santo es llamado “otro paráclito” porque continúa haciendo operante la redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna.
EL ESPÍRITU DE LA VERDAD: Jesús afirma de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Y al prometer al Espíritu Santo en aquel “discurso de despedida” con sus apóstoles en la Última Cena, dice que será quien después de su partida, mantendrá entre los discípulos la misma verdad que Él ha anunciado y revelado. El Paráclito, es la verdad, como lo es Cristo. Los campos de acción en que actúa el Espíritu Santo, son el espíritu humano y la historia del mundo. La distinción entre la verdad y el error es el primer momento de dicha actuación. Permanecer y obrar en la verdad es el problema esencial para los Apóstoles y para los discípulos de Cristo, desde los primeros años de la Iglesia hasta el final de los tiempos, y es el Espíritu Santo quien hace posible que la verdad a cerca de Dios, del hombre y de su destino, llegue hasta nuestros días sin alteraciones.
Cada vez que rezamos el Credo, llamamos al Espíritu Santo: SEÑOR Y DADOR DE VIDA. El término hebreo utilizado por el Antiguo Testamento para designar al Espíritu es “ruah”, este término se utiliza también para hablar de “soplo”, “aliento”, “respiración”. El soplo de Dios aparece en el Génesis, como la fuerza que hace vivir a las criaturas, como una realidad íntima de Dios, que obra en la intimidad del hombre. Desde el Antiguo Testamento se puede vislumbrar la preparación a la revelación del misterio de la Santísima Trinidad: Dios Padre es principio de la Creación; que la realiza por medio de su Palabra, su Hijo; y mediante el Soplo de Vida, el Espíritu Santo. La existencia de las criaturas depende de la acción del soplo – espíritu de Dios, que no solo crea, sino que también conserva y renueva continuamente la faz de la tierra. (Cf. Sal 103/104; Is 63, 17; Gal 6,15; Ez 37, 1-14). Es Señor y Dador de Vida porque será autor también de la resurrección de nuestros cuerpos: “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a sus cuerpos mortales por su Espíritu que habita en ustedes” (Rom 8,11).
La Iglesia también reconoce al Espíritu Santo como SANTIFICADOR. El Espíritu Santo es fuerza que santifica porque Él mismo es “espíritu de santidad”. (Cf. Is. 63, 10-11) En el Bautismo se nos da el Espíritu Santo como “don” o regalo, con su presencia santificadora. Desde ese momento el corazón del bautizado se convierte en Templo del Espíritu Santo, y si Dios Santo habita en el hombre, éste queda consagrado y santificado. El hecho de que el Espíritu Santo habite en el hombre, alma y cuerpo, da una dignidad superior a la persona humana que adquiere una relación particular con Dios, y da nuevo valor a las relaciones interpersonales. (Cf. 1Cor 6,19) .
Los símbolos del Espíritu Santo
Al Espíritu Santo se le representa de diferentes formas:
El Agua: El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que el agua se convierte en el signo sacramental del nuevo nacimiento.
La Unción: Simboliza la fuerza. La unción con el óleo es sinónima del Espíritu Santo. En el sacramento de la Confirmación se unge al confirmado para prepararlo a ser testigo de Cristo.
El Fuego: Simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu.
La Nube y la Luz: Símbolos inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Así desciende sobre la Virgen María para “cubrirla con su sombra”. En el Monte Tabor, en la Transfiguración, el día de la Ascensión; aparece una sombra y una nube.
El Sello: Es un símbolo cercano al de la unción. Indica el carácter indeleble de la unción del Espíritu en los sacramentos y hablan de la consagración del cristiano.
La Mano: Mediante la imposición de manos los Apóstoles y ahora los Obispos, trasmiten el “don del Espíritu”.
La Paloma: En el Bautismo de Jesús, el Espíritu Santo aparece en forma de paloma y se posa sobre Él.
El Espíritu Santo y la Iglesia
La Iglesia nacida con la Resurrección de Cristo, se manifiesta al mundo por el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Por eso aquel hecho de que “se pusieron a hablar en idiomas distintos” , (Hch 2,4) para que todo el mundo conozca y entienda la Verdad anunciada por Cristo en su Evangelio.
La Iglesia no es una sociedad como cualquiera; no nace porque los apóstoles hayan sido afines; ni porque hayan convivido juntos por tres años; ni siquiera por su deseo de continuar la obra de Jesús. Lo que hace y constituye como Iglesia a todos aquellos que “estaban juntos en el mismo lugar” (Hch 2,1), es que “todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hch 2,4). Una semana antes, Jesús se había “ido al Cielo”, y todos los que creemos en Él esperamos su segunda y definitiva venida, mientras tanto, es el Espíritu Santo quien da vida a la Iglesia, quien la guía y la conduce hacia la verdad completa. Todo lo que la Iglesia anuncia, testimonia y celebra es siempre gracias al Espíritu Santo. Son dos mil años de trabajo apostólico, con tropiezos y logros; aciertos y errores, toda una historia de lucha por hacer presente el Reino de Dios entre los hombres, que no terminará hasta el fin del mundo, pues Jesús antes de partir nos lo prometió: “…yo estaré con ustedes, todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20)