A partir del Bautismo, el Espíritu divino habita en el cristiano como en su templo (Cf. Rom 8,9.11; 1Cor 3,16; Rom 8,9). Gracias a la fuerza del Espíritu que habita en nosotros, el Padre y el Hijo vienen también a habitar en cada uno de nosotros. El don del Espíritu Santo es el que: nos eleva y asimila a Dios en nuestro ser y en nuestro obrar; nos permite conocerlo y amarlo; hace que nos abramos a las divinas personas y que se queden en nosotros.
La vida del cristiano es una existencia espiritual, una vida animada y guiada por el Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad. Gracias al Espíritu Santo y guiado por Él, el cristiano tiene la fuerza necesaria para luchar contra todo lo que se opone a la voluntad de Dios. (Cf. Gal 5,13-18; Rom 8,5-17). Para que el cristiano pueda luchar, el Espíritu Santo le regala sus siete dones, que son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu, estos dones son: ð Sabiduría: nos comunica el gusto por las cosas de Dios. ð Ciencia: nos enseña a darle a las cosas terrenas su verdadero valor. ð Consejo: nos ayuda a resolver con criterios cristianos los conflictos de la vida. ð Piedad: nos enseña a relacionarnos con Dios como nuestro Padre y con nuestros hermanos. ð Temor de Dios: nos impulsa a apartarnos de cualquier cosa que pueda ofender a Dios. ð Entendimiento: nos da un conocimiento más profundo de las verdades de la fe. ð Fortaleza: despierta en nosotros la audacia que nos impulsa al apostolado y nos ayuda a superar el miedo de defender los derechos de Dios y de los demás.