Su elección como Obispo de Roma en 2005 le confirió dimensión universal; aunque para el ámbito eclesial y cultural el cardenal Joseph Raztinger era una figura familiar desde hacía décadas, su elección como Papa situó a Benedicto XVI en el centro de todas las miradas. Pero en estos días de enero de 2023, mientras la Iglesia celebra sus exequias, cobramos una renovada conciencia de la grandeza de su legado.
Su producción literaria fue vastísima, como atestiguan sus Obras completas, aún en curso de publicación. Hay sin embargo una cuestión que aflora en multitud de escritos suyos y le interesó en particular, tal como él mismo ha recordado en su sobrio testamento: la interpretación de la Sagrada Escritura; a ello dedicó una luminosa exhortación apostólica postsinodal, Verbum Domini (2010). Su obra magna, Jesús de Nazaret (2007-2012), es la mejor prueba.
Pero para entender desde la raíz su pensamiento sobre la interpretación bíblica hemos de acudir a la conferencia que pronunció hace treinta y cinco años (enero de 1988) en Nueva York[1]; sus palabras, traducidas a las principales lenguas europeas, tuvieron un efecto duradero y han servido de estímulo para avanzar en el conocimiento de esta realidad peculiar que es la Biblia. ¿Cuáles son sus puntos principales?
Ante todo, Ratzinger constataba un hecho: la aplicación del método histórico al estudio de la Biblia ha aportado notables frutos; durante el siglo pasado las ciencias humanas han iluminado los textos bíblicos con un renovado acervo de conocimientos filológicos, arqueológicos e históricos, de los cuales hoy en modo alguno podemos prescindir. Pero ello no impedía asistir a una paradoja: “hoy es ya casi una obviedad hablar de la crisis de los métodos histórico-críticos” aplicados a la Escritura. Porque estos métodos no son neutros, sino que contienen un presupuesto filosófico: tienden a explicar el texto bíblico desde una perspectiva exclusivamente humana. “La fe no es un componente esencial del método, y Dios no es un factor de los hechos históricos con el que tenga que contar”; se procede así a “una complicada disección de la palabra bíblica”, tratando de separar lo que se considera verdaderamente histórico de aquellos otros elementos que a priori se atribuyen a un intento de sobrenaturalizar esa historia. “Nadie se puede sorprender de que con este modo de proceder las hipótesis se multipliquen cada vez más hasta formarse una jungla de contradicciones. Al final no se atiende ya a lo que el texto dice sino a lo que el texto debería decir, y a qué partes integrantes se puede reducir”. Lo cual dificulta la comprensión de estos escritos, que pueden terminar perdiendo relevancia para la fe y la vida del creyente.
¿Qué hacer? Joseph Ratzinger proponía dos momentos. En primer lugar, se requiere una sana “crítica de la crítica”: “una autocrítica de la exégesis histórica que se prolongue en una crítica de la razón histórica”. Es necesario reconocer con humildad que, en buena medida, los resultados de numerosas interpretaciones responden, no tanto al objeto interpretado – la Escritura –, cuanto a los presupuestos filosóficos del intérprete. No existe un método técnicamente neutro; el principio de indeterminación, que Heisenberg enunció para las ciencias empíricas, es si cabe más válido para una ciencia del espíritu como es la interpretación bíblica. Haciendo una “lectura diacrónica de los resultados de la exégesis” esto aparece de forma patente: “Desde la distancia el observador comprueba con asombro que las interpretaciones que en apariencia eran rigurosamente científicas y puramente «históricas» reflejan «el espíritu de los intérpretes», más que el espíritu de épocas pasadas. Esto no debe conducir a un escepticismo, sino más bien al reconocimiento de los propios límites y a la purificación del método”. En el fondo, el debate exegético desemboca en el filosófico: hay que dirigir la atención a este nivel.
El segundo momento es la fase constructiva: hay que trabajar por una síntesis que integre las adquisiciones recientes de las ciencias humanas sin ignorar la gran tradición cristiana patrística y medieval. Para ello es necesario respetar el carácter peculiar de la Sagrada Escritura, palabra humana pero también Palabra de Dios. Ante todo, se requiere “la disponibilidad necesaria para abrirse a la dinámica interna de la palabra, que solo puede ser comprendida en una «simpatía» que esté dispuesta a experimentar cosas nuevas, a dejarse conducir por un nuevo camino”. Por ello el exegeta “no debe afrontar la interpretación de un texto con una filosofía predefinida”, sino que “debe estar dispuesto a dejarse instruir por el fenómeno. Debe estar dispuesto a aceptar que en la historia se dé un verdadero comienzo que, en cuanto tal, no se puede deducir de algo dado anteriormente, sino que se despliega a partir de sí mismo”. Para ello se requiere “una filosofía abierta, capaz de acoger el fenómeno bíblico en toda su radicalidad”, sin imponerle condiciones previas. Por otra parte, el hecho de que la Biblia sea Palabra de Dios implica que el texto sagrado “puede significar más que aquello que su mismo autor [humano] era capaz de concebir”. Todo texto tiene una potencialidad de significado que escapa al control de su autor: cuánto más el sagrado.
Es necesario, por tanto, atender a la totalidad de la Escritura, Antiguo y Nuevo Testamento: “el primer presupuesto de toda exégesis es tomar la Biblia como un libro. Al hacer esto la exégesis ha elegido ya una posición que no se sigue de lo puramente literario; ha reconocido el texto literario como producto de una historia con una cohesión interna, y esta historia como el lugar propio de la comprensión”. En esta tarea la fe del intérprete no es un obstáculo, sino una ayuda: “si la exégesis pretende ser teología debe […] reconocer que la fe de la Iglesia es aquella forma de “simpatía” sin la cual el texto no se abre. Debe reconocer esta fe como una hermenéutica, como lugar de la comprensión; que no violenta dogmáticamente la Biblia, sino que le ofrece la única posibilidad para permitirla ser ella misma”.
El concilio Vaticano II, en la constitución Dei Verbum (nº 12), reconoce la importancia para el estudio de la Biblia del conocimiento de los géneros literarios y las formas de expresarse propias de los tiempos del hagiógrafo; se trata de una tarea ineludible para el exegeta. Pero subraya además otro requisito para una recta interpretación de los textos sagrados: la atención al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe. La propuesta de Joseph Ratzinger, luminosa y audaz, que su magisterio pontificio reafirmó vigorosamente, nos ofrece aún hoy –frente a tantas interpretaciones ideológicas– un camino para progresar en la interpretación bíblica según el Espíritu con que fue escrita; tarea apasionante para este tercer milenio cristiano.
Luis Sánchez Navarro