Pienso que las preguntas que usted plantea -y que, por otra parte, son las de tantos otros- no se refieren ni a santo Tomás ni a san Agustín, ni a toda la gran tradición judeocristiana. Me parece que apuntan más bien hacia otro terreno, el puramente racionalista, que es propio de la filosofía moderna, cuya historia se inicia con , quien, por así decirlo, desgajó el pensar del existir y lo identificó con la razón misma: Cogito, ergo sum
¡Qué distinta es la postura de santo Tomás, para quien no es el pensamiento el que decide la existencia, sino que es la existencia, el esse, lo que decide el pensar! Pienso del modo que pienso porque soy el que soy-es decir, una criatura- y porque Él es El que es, es decir, el absoluto Misterio increado. Si Él no fuese Misterio, no habría necesidad de la Revelación o, mejor, hablando de modo más riguroso, de la autorrevelación de Dios.
Si el hombre, con su intelecto creado y con las limitaciones de la propia subjetividad, pudiese superar la distancia que separa la creación del Creador, el ser contingente y no necesario del Ser necesario «el que no es» -según la conocida expresión dirigida por Cristo a santa Catalina de Siena- de «Aquel que es» (cfr. Raimundo de Capua, Legenda maior, I,10,92), sólo entonces sus preguntas estarían fundadas.
Los pensamientos que le inquietan, y que aparecen en sus libros, están expresados por una serie de preguntas que no son solamente suyas; usted quiere erigirse en portavoz de los hombres de nuestra época, poniéndose a su lado en los caminos -a veces difíciles e intrincados, a veces aparentemente sin salida- de la búsqueda de Dios. Su inquietud se expresa en la pregunta: ¿Por qué no hay pruebas más seguras de la existencia de Dios? ¿Por qué Él parece esconderse, como si jugara con Su criatura? ¿No deberá ser todo mucho más sencillo? ¿Su existencia no debería ser algo evidente? Son preguntas que pertenecen al repertorio del agnosticismo contemporáneo. El agnosticismo no es ateísmo, no es un ateísmo programático, como lo eran el ateísmo marxista y, en otro contexto, el ateísmo de la época del iluminismo.
Con todo, sus preguntas contienen formulaciones en las que resuenan el Antiguo y el Nuevo Testamento. Cuando usted habla del Dios que se esconde, usa casi el mismo lenguaje de Moisés, que deseaba ver a Dios cara a cara, pero no pudo ver más que «sus espaldas» (cfr. Éxodo 33,23). ¿No está aquí indicado el conocimiento a través de la Creación?
Cuando después habla de «juego», me hace recordar las palabras del Libro de los Proverbios, que presenta la Sabiduría ocupada en «recrearse con los hijos de los hombres por el orbe de la tierra» (cfr. Proverbios 8,31). ¿No significa esto que la Sabiduría de Dios se da a las criaturas pero, al mismo tiempo, no desvela del todo Su misterio?
La autorrevelación de Dios se actualiza en concreto en Su «humanizarse». De nuevo la gran tentación es la de hacer, según palabras de Ludwig Feuerbach, la clásica reducción de lo que es divino a lo que es humano. Las palabras son de Feuerbach, de quien toma orientación el ateísmo marxista, pero -ut minus sapiens («voy a decir una locura», cfr. 2 Corintios 11,23)- la provocación proviene de Dios mismo, puesto que Él realmente se ha hecho hombre en Su Hijo y ha nacido de la Virgen. Precisamente en este Nacimiento, y luego a través de la Pasión, la Cruz y la Resurrección, la autorrevelación de Dios en la historia del hombre alcanza su cenit: la revelación del Dios invisible en la visible humanidad de Cristo.
Aun el día antes de la Pasión, los apóstoles preguntaban a Cristo: «Muéstranos al Padre» (Juan 14,8). Su respuesta sigue siendo una respuesta clave: «¿Cómo podéis decir: Muéstranos al Padre? ¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? […] Si no, creed por las obras mismas. Yo y el Padre somos una sola cosa» (cfr. Juan 14,9-11 y 10,30).
Las palabras de Cristo van muy lejos. Tenemos casi que habérnoslas con aquella experiencia directa a la que aspira el hombre contemporáneo. Pero esta inmediatez no es el conocimiento de Dios «cara a cara» (1 Corintios 13,12), no es el conocimiento de Dios como Dios.
Intentemos ser imparciales en nuestro razonamiento: ¿Podía Dios ir más allá en Su condescendencia, en Su acercamiento al hombre, conforme a sus posibilidades cognoscitivas? Verdaderamente, parece que haya ido todo lo lejos que era posible. Más allá no podía ir. En cierto sentido, ¡Dios ha ido demasiado lejos! ¿Cristo no fue acaso «escándalo para los judíos, y necedad para los paganos»? (1 Corintios 1,23). Precisamente porque llamaba a Dios Padre suyo, porque lo manifestaba tan abiertamente en Sí mismo, no podía dejar de causar la impresión de que era demasiado… El hombre ya no estaba en condiciones de soportar tal cercanía, y comenzaron las protestas.
Esta gran protesta tiene nombres concretos: primero se llama Sinagoga, y después Islam. Ninguno de los dos puede aceptar un Dios así de humano. «Esto no conviene a Dios -protestan-. Debe permanecer absolutamente trascendente, debe permanecer como pura Majestad. Por supuesto, Majestad llena de misericordia, pero no hasta el punto de pagar las culpas de la propia criatura, sus pecados.»