El hombre, pretendiendo alcanzar lo que solamente debía recibir, empezará a experimentar las consecuencias del Pecado: de allí en adelante la tierra producirá “cardos y espinas […] hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste sacado” (Gn 3,18-19). Y, más adelante, comenzará el derramamiento de sangre y el drama de que, para mantener la vida se deberá proporcionar la muerte a los vivientes. Pero, tal como Dios lo ordena, la carne no podrá comerse con su sangre, porque en la sangre está la vida (Gn 9). Paradójicamente el Antiguo Testamento estará regado de sangre, especialmente, de la sangre de los animales ofrecidos en el culto, porque se había derramado una sangre inocente que clamaba desde las entrañas de la tierra. Pero también será un larguísimo ayuno de sangre, aguardando aquella Sangre en la que, realmente, está la Vida. Dios alimentará a su pueblo, pero también ese pueblo llegará al límite del hambre y la sed. Son límites que debieron servir al Pueblo de Dios para reconocer que la vida que posee proviene de un Dios Misericordioso. Y así Dios proporciona, en el desierto del mundo, el prodigio del maná, uno de los signos eucarísticos más intensos del Antiguo Testamento. Innumerables pasajes precedieron el momento culminante en que el alimento y quien nos alimenta coinciden: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” dice Jesús, ante la mirada atónita de un mundo que no comprende porque tiene un corazón duro. Porque el problema del hambre y la sed en la Historia de la Salvación es, en primer término, de índole espiritual.
Como lo dirá Amós, descubriendo para nosotros una profundidad necesaria en torno a este misterio, llegarían los tiempos en que Israel ya no padecería ese hambre física, sino algo mucho más terrible todavía, un hambre que se extiende hasta nuestros tiempos: “vendrán días en que enviaré hambre sobre el país, no hambre de pan ni sed de agua sino de escuchar la palabra del Señor. Se arrastrarán de un mar a otro e irán errantes del norte al este buscando la palabra del Señor, pero no la encontrarán” (Am 8,11-12). Pero también el Profeta contempla un Tiempo en que “por las montañas correrá el vino nuevo y destilarán todas las colinas” tiempo en que “cultivarán huertas y comerán sus frutos” (Am 9,13-14).
Un hombre con un cántaro de agua se dirige a la casa donde tendrá lugar la Última Cena. Ese es el signo que Jesús les da a los apóstoles. Deben seguir a ese hombre y hablar con el Dueño de la Casa donde entre. Tal vez, bajo la mirada atenta de los Padres de la Iglesia, podemos entrever el sentido de ese signo, aparentemente poco significativo, casi casual. Porque aquel hombre llevando el agua es el Antiguo Testamento que busca el lugar donde se celebre el Sacrificio, busca al Dueño, al Señor de cielos y tierra, para que el agua que era insuficiente para purificar pecados sea realmente signo del agua que brota hasta la Vida Eterna, sea finalmente signo de la Sangre de la Nueva Alianza.Jesús mismo es la semilla que nos alimenta, que nos hace participar de su misma Vida para la gloria del Padre, en el Espíritu Santo. En Cristo se unifican aquellas ofrendas diversas y tan antiguas: el sacrificio de Abel que alcanza plenitud en el Cordero de Dios; la ofrenda de Caín, cuya perversión es revertida, corregida y plenificada en lo que debió ser y no fue. El Alimento eucarístico, que en este día celebramos especialmente, es el único capaz de darnos Vida Eterna. Como Dios le revelara a Elías, en medio de un desierto estéril y muerto: “levántate, come y bebe, porque el camino es demasiado largo para ti”. Ese camino es el nuestro, el camino al encuentro con Dios, no ya en el Horeb de este mundo, sino en la montaña santa donde se asienta la Jerusalén del Cielo. Y ese Alimento hace posible el camino, cuyo término definitivo es aquel Banquete de Bodas del Cordero, eterna celebración del Amor que nos ha redimido.