Jesús les había prometido que pasara lo que pasase no les dejaría solos: Él pediría al Padre que les enviara al Espíritu para que estuviese siempre con ellos. Es el Espíritu que crea y da vida, el Espíritu de la verdad, el Espíritu que consuela y que impulsa, el que renueva la faz de la tierra y los corazones de todos los humanos. Es el Espíritu que nos mueve a reconocer a Jesús como Señor.
Comunica a cada uno de nosotros el sentido que encierra el misterio de Jesús. Es el Espíritu que nos transforma interiormente y nos hace dignos y capaces de continuar su historia en nuestra historia. Son los dones y frutos del Espíritu que hemos aprendido en la tradición de nuestra Iglesia, las acciones de Dios en nuestras personas, que somos su templo, para vivir con sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de ofenderle. Un conjunto de actitudes que tienen como trasfondo el amor.
En la liturgia de hoy, la secuencia canta todas esas acciones de Dios en nuestras vidas. Nos hará mucho bien como cristianos recordar esa bellísima pieza y experimentar cada día el amor benévolo y cuidadoso del Dios padre del pobre (¿quién de nosotros no lo es de algún modo?) que nos otorga perdón, consuelo, descanso, gozo; y que nos cura de la indiferencia hacia los otros, de la insensibilidad ante la dolencia y la necesidad ajenas, de tanta puerta cerrada a lo nuevo y desconocido.
El Espíritu da en nuestro interior testimonio de nuestra auténtica y radical condición: somos hijos de Dios. Es el Espíritu quien le acerca y le une a las circunstancias concretas de nuestra vida y nuestro mundo. Estamos llamados a ser perfectos, como lo es el Padre. A ser santos, como Jesús es santo. No tenemos otro modelo de perfección y santidad que la persona de Jesús: sus valores, sus apuestas y su entrega sin condiciones. Una vida en la fe y una responsabilidad en el amor en las que nadie nos sustituye.