“Aquí tienes a tu madre”
Han pasado casi tres años desde el primer milagro de Jesús, en Caná de Galilea. El Evangelio apenas nos habla de la Virgen Santísima, en ese lapso de tiempo.
Quizá, en algunas ocasiones, formara parte del grupo de mujeres que acompañaban al Señor en sus desplazamientos (cfr. Lc 8, 1-3). Sin embargo, los evangelistas señalan su presencia física sólo una vez: cuando, en compañía de otros parientes que acuden a ver a Jesús, no pudiendo entrar en la casa donde se alojaba a causa del gentío, enviaron a llamarlo.
La respuesta del Señor fue elocuente: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dice: éstos son mi madre y mis hermanos: quien hace la Voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mc 3, 33-35). Era el mayor elogio de la Virgen, la criatura que mejor que nadie supo cumplir la Voluntad del Padre celestial.
El silencio de los Evangelios hace suponer —como expone el Papa Juan Pablo II en una de sus catequesis marianas— que la Virgen no acompañó ordinariamente a Cristo en sus viajes por Palestina: le seguía de lejos, aunque unida espiritualmente a Él en todo momento, con una cercanía mucho mayor que la de los discípulos y de las santas mujeres.
De todas formas, Juan muestra que se hallaba en Jerusalén durante la última Pascua del Señor. Quizá fue a la Ciudad Santa en otras fiestas semejantes; pero el evangelista sólo ahora lo señala expresamente, y lo hace en el contexto del Sacrificio redentor.
Estaban junto a la Cruz de Jesús su Madre —escribe—, y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena (Jn 19, 25). Inmediatamente nos trasmite las palabras que el Señor dirige a la Madre y a él mismo, que también se encontraba allí; unas palabras de profundo significado.
Sería muy reductivo entender estas palabras de Cristo, en el momento supremo de la Redención, como una simple preocupación, por así decir, familiar: la del hijo que encarga a alguien el cuidado de su madre. Nos hallamos ante uno de los hechos más importantes para entender el papel de la Virgen en la obra de la salvación.
Ya en Caná, Jesús había dejado claro que la misión materna de María en Nazaret, durante los años de la vida oculta, iba a prolongarse en la nueva familia de la Iglesia.
Los recientes estudios mariológicos ponen de relieve —y ha sido recogidos por el Magisterio ordinario de la Iglesia— que estamos ante una “escena de revelación” típica del cuarto evangelio, el evangelio de los signos por antonomasia. Jesús mira a María, se dirige a Ella con el apelativo Mujer , como en Caná y, señalando al discípulo amado, dice: Mujer, aquí tienes a tu hijo (Jn 19, 26). Luego, mirando a Juan, añade: aquí tienes a tu Madre (Jn 19, 27).
Ni a la Virgen ni a Juan los llama por su nombre. María es la nueva Eva que, en unión con el nuevo Adán y subordinada a Él, está llamada a prestar su mediación materna en la obra de la redención.
Y el evangelista se encuentra allí en calidad de discípulo fiel, como representante de todos los que había de creer en Jesucristo hasta el fin de los siglos.
Las palabras del Señor —palabras de Dios y, por tanto, palabras creadoras como las del principio del mundo— realizan lo que significan.
Desde ese momento, María es constituida Madre de todos los que vendrían a la Iglesia: Mater Ecclesiæ, como la llamó Pablo VI al finalizar el Concilio Vaticano II. Sus entrañas fructificaron en una nueva maternidad: espiritual, pero verdadera; y dolorosa, porque en aquellos momentos se cumplía a la letra la profecía del anciano Simeón: una espada te traspasará el alma (Lc 2, 35).
También en el corazón del discípulo se abrió paso en ese mismo momento la conciencia de una filiación —verdadera, real— que le hacía hermano de Jesús e hijo de su misma Madre.
Por eso añade: y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa (Jn 19, 27); es decir, la introdujo en el espacio de su vida interior, le dio acogida —como verdadera Madre— entre sus bienes más preciados. Desde ese instante, y hasta el momento de la Dormición de la Santísima Virgen, Juan no se separó jamás de Ella.
Sólo después de la entrega del discípulo a la Madre, y de la Madre al discípulo, podía Jesús decir que todo está consumado, como refiere expresamente san Juan. Luego, tras manifestar su sed —sed de almas—, para que se cumpliese la Escritura, Jesús clamó con gran voz: consummatum est!, todo está cumplido. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19, 30).
Artículo originalmente publicado por Opus Dei